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han
pasado en pocos años de la homogeneidad cultural al multiculturalismo. Los
cambios experimentados han producido en los profesores, padres y alumnos
actitudes de todo tipo, no siempre positivas. Con frecuencia se producen
manifestaciones de intolerancia en forma de racismo y xenofobia, que
reflejan los prejuicios y estereotipos hacia algunos grupos minoritarios.
Aún cuando la discriminación se exprese en el trato de unos escolares
hacia sus compañeros, en ocasiones es avivada, explícita o implícitamente,
por los adultos, docentes o progenitores. La observación, la experiencia
y la revisión de diversos trabajos me ha permitido constatar que así
sucede y, por tanto, cualquier planificación de educación intercultural
que aspire al éxito ha de tener en cuenta a los educadores. De igual modo,
la constatación del conflicto multicultural en la escuela debe traducirse
en una revisión profunda de los manuales escolares, del discurso
institucional y del currículum oficial. Junto al análisis de esta
vertiente preponderantemente patente hay que prestar gran atención a los
procesos educativos latentes u ocultos. A nadie se le escapa, por ejemplo,
la trascendencia que pueden tener los comentarios de los profesores sobre
la realidad multicultural o las actitudes que adopten ante sus alumnos
procedentes de otros países. Las palabras, los silencios, los gestos y las
acciones de acogida o de rechazo mostradas por un educador pueden estar
cargadas de matices de difícil identificación, pero de honda repercusión
en la sensible personalidad del educando. Es un hecho comprobado que el
ser humano puede reaccionar a débiles estímulos. Estos actos de subcepción
obligan a extremar la prudencia en todo lo que se refiere a los valores,
pues aunque sea de manera soterrada se proyectan en la formación ética de
los alumnos. Si, como por todas partes se proclama, la educación se
encamina a la convivencia, habrá que evitar cualquier expresión -velada o
patente- de discriminación: coherencia obliga.
La convivencia
Sólo es
posible alcanzar la plenitud personal en convivencia; por eso la educación
se realiza desde las relaciones humanas y para las mismas. Ahora bien,
resultaría de todo punto empobrecedor, cuando no claramente perverso,
limitar la capacidad de apertura del educando a ciertos grupos culturales.
Se dice que no hay que poner puertas al campo y, por lo mismo, no hay que
poner lindes a la sociabilidad; lo contrario es cerrazón que impide la
dilatación personal. El proceso educativo, hoy más que nunca, debe
fortalecer su compromiso con el "ecumenismo" o unidad humana. El
reconocimiento esencial de que es más lo que nos une que lo que nos separa
ha de nuclear la educación intercultural, sin que ello lleve a soslayar
las respectivas idiosincrasias. La educación intercultural en
la escuela ha de preparar para vivir con los demás, con sus semejanzas y
sus diferencias. La convicción de que la diversidad humana -inherente a la
unidad de la especie- ha de enriquecer la convivencia, no
empobrecerla, debe guiar el proyecto educativo intercultural. La
convivencia, no la mera coexistencia, nace de la aproximación cognitiva y
afectiva a la realidad del otro y se manifiesta en la conducta social. En
su polo positivo, estas tres dimensiones (cognitiva, afectiva y social)
interconectadas son claves para impulsar y consolidar actitudes de respeto
y colaboración entre culturas. Lo contrario es dar entrada en la escuela a
los prejuicios, entendidos como actitudes negativas de los miembros de un
grupo habitualmente mayoritario hacia los integrantes de los grupos
minoritarios. Los prejuicios se extienden por la escuela cuando se ofrecen
informaciones poco adecuadas sobre las otras culturas, se apoyan las
evaluaciones negativas y se justifican las tendencias
discriminatorias. Así pues, hay que superar el hermetismo y la homogeneidad cultural
para salir al encuentro del otro. La educación intercultural en la escuela
se concibe aquí como cultivo del reconocimiento y aprecio entre culturas,
al igual que como fortalecimiento de la hospitalidad, esto es, como
acogida y buen recibimiento a los que llegan. La forja de la identidad
personal es tarea imposible sin el descubrimiento de la diferencia. Las
desemejanzas, lejos de ser consideradas negativas, han de valorarse como
fundamentos de complementariedad y enriquecimiento.
Principios éticos
En un
mundo cada vez más interdependiente es menester poseer una visión
planetaria favorecedora del entendimiento entre los seres humanos, más
allá de la raza, las creencias, el idioma o las tradiciones. Por esta
razón, la educación intercultural, en el marco de una ciudadanía cada vez
más universal, supone asumir unos principios éticos y políticos de validez
mundial. En nuestro tiempo, la mejor plasmación de dichas normas se halla
en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que refleja el
esfuerzo colectivo por abrazar una cultura de paz. Desde esta perspectiva,
los miembros de la sociedad pluralista y multicultural han de ser capaces
de admitir las distintas interpretaciones de la vida, al tiempo que
adoptan actitudes positivas y comprometidas con el desarrollo de las
personas y de los pueblos. Todos estos buenos propósitos
se alzan sobre un principio fundamental: la dignidad de la persona. El
incuestionable valor de la persona sitúa al hombre por encima de cuanto le
rodea y justifica el anhelo de vivir consciente, responsable y moralmente.
El reconocimiento de la dignidad se extiende a toda persona y ha de ser la
base que garantice el encuentro intercultural. Respetar y proteger la
dignidad de la persona, así como los derechos que de ella se derivan es
deber de todos. Sólo desde este principio elemental es posible la
convivencia. La educación intercultural se enmarca en un "ethos"
que garantiza las relaciones interhumanas y que trasciende los muros
de los centros escolares. La pedagogía de la interculturalidad se
encamina a construir una ciudadanía universal, pues se interesa por
mostrar a los educandos sus semejanzas y diferencias para que estén en
condiciones de trazar su propio proyecto vital en un ámbito de
participación y paz. En nuestra "aldea global" la formación para el
cosmopolitismo es una tarea esencial que la escuela no debe
ignorar. La
educación intercultural nace del encuentro y del diálogo, y se proyecta en
la estimación de lo diferente y en el desarrollo saludable del educando.
Sin la presencia de un ambiente convivencial, la personalización quedaría
detenida. En contextos formativos interculturales cada modalidad influye
en las actitudes, valores y conductas de los sujetos. La impronta de un
crisol cultural rico se refleja en los rasgos fundamentales del sujeto,
hasta el punto de que puede afirmarse que su "personalidad modal" estaría
integrada por las siguientes notas: apertura, afabilidad, responsabilidad
y sensibilidad. Obviamente, estas cuatro características derivadas del
marco sociocultural se ven matizadas por el influjo de otros factores,
entre ellos los genéticos, que dan lugar a las diferencias individuales.
Lo que resulta innegable es que la interacción intercultural permite
aprehender la realidad del otro y, a la vez, enriquecer la
propia. Tomando como referencia los anteriores postulados, cabe decir que
el educando de nuestro tiempo, habitante de una "aldea universal", debe
conocer, valorar y respetar las otras culturas del planeta. Lo contrario
es, dada la intensa movilidad migratoria y la interconexión informativa,
carencia educativa que limita considerablemente las posibilidades
personales. La
educación intercultural ha de adoptar una perspectiva acorde a la
naturaleza de la cultura de que se trate (emic), sin renunciar a la
interpretación externa (etic). Lo importante es que se pueda
armonizar una visión particular y subjetiva con un enfoque general y
objetivo. En cierto modo se trata de acercar la comprensión nomotética e
idiográfica. Si la vía nomotética se encamina a buscar leyes con validez
para todos los sujetos, la aproximación idiográfica se interesa por la
singularidad personal. Aún cuando suele establecerse el antagonismo entre
los dos métodos, creo que la educación intercultural de nuestros días
tiene ante sí el reto de aunar y superar ambos sistemas descriptivos, en
pro del establecimiento de un "código básico de comportamiento universal"
y, a la par, del respeto a las respectivas idiosincrasias.
Apertura, respeto y
justicia
La
humana inserción en un orden ciudadano superior equivale a reducir el
etnocentrismo y el aldeanismo, al tiempo que se promueve el conocimiento
de los grupos culturales y la competencia social de sus miembros. El
compromiso de la institución escolar con la interculturalidad supone, al
menos, la consolidación de dos notas esenciales: la asunción de los
principios de la interculturalidad y la realización del proceso educativo
en un ambiente de convivencia intercultural, independientemente de la
presencia o no de grupos culturales diferenciados. La apertura, el respeto
y la justicia deben impregnar el proyecto educativo, el clima y la
organización escolar. Desde esta perspectiva, hay que dar entrada en el
currículum a contenidos, actitudes y valores que estimulen el crecimiento
cognitivo, afectivo, social y conductual de los educandos. Este proceso
formativo se apoya en todas las asignaturas, aunque sea más nítida su
relación con algunas materias, y se infiltra por los espacios de la vida
escolar. Más
allá de las estrategias curriculares que se adopten para alcanzar la
interculturalidad, lo verdaderamente importante es que la educación se
viva. La constatación de la estrecha relación entre la personalidad y el
ambiente sociocultural nos lleva a demandar un genuino
"bioaprendizaje", término con el que pretendo enfatizar que la
educación intercultural ha de pensarse, sentirse y practicarse en un clima
intercultural. Recién estrenado el nuevo milenio hay que acercarse al otro con
"ojos atentos" para que haya un reconocimiento mutuo de la condición
humana. La escuela debe educar esa mirada personal, pues sólo desde
la contemplación inteligente y cordial cabe avanzar por un camino
compartido.
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